“Yo ya me voy, ya el día se perdió”, el reloj de manilla negra que tiene en su mano izquierda marca las 10:30am, cinco horas ha esperado Andrés Felipe la llegada de la arena para trabajar. Al frente en uno de los tres árboles que dan sombra al pequeño espacio está su pala, estática y manchada de café en la parte de metal.
A las 4am se levanta, hace su desayuno, se baña, se viste y desde la periferia de la ciudad en El Playón baja caminando hasta la Regional. Allí parece no encontrarse una oportunidad de trabajo, nada más que la venta de Q'hubo
y la labor del Tránsito de Medellín que siempre está pendiente de la movilización por la avenida.
Como un ejército armado de palas, desde los barrios altos de la ciudad que se vislumbran desde la Regional. El espacio vacio de la bahía de cemento en medio de ésta comienza a llenarse a las 5am de hombres con palas y zapatos sucios que inician su jornada de trabajo.
Entre la bomba MOBIL, Solla y el cruce de los carros que vienen de Medellín, Copacabana y Bello, como inmersos en una isla en medio de carros está este ejército. Ellos, los paleros, de pie, sentados y con la mirada fija esperan la oportunidad de agarrar una volqueta, montarse, trabajar, ganarse unos pesitos y llevar comida a su casa, o al menos tener para la coca del día después, bien cargada, como la de Uber.
Uber parece tímido, no habla mucho, desmecha con sus dientes una arepa asada. En sus manos sostiene una coca llena de arroz con dos pedazos de salchichón frito, para repartir entre desayuno y almuerzo. De sobremesa un líquido grisáceo embotellado en un termo de agua brisa. No deja de voltear sus ojos de un lado a otro, mientras mastica lentamente esperando un viajecito para salvar el día.
Moreno, de brazos fuertes, ojos negros, pestañas largas y de sonrisa picara es Andrés Felipe García, uno de los más jóvenes del triángulo de cemento ubicado en medio del cruce de volquetas, automóviles, tractomulas, motos y de el que los domingos se apoderan las ventas ambulantes para la ciclovía.
Su mirada se enfoca de nuevo en el reloj, “Yo no me voy a quedar de palero toda la vida”. Andrés tiene 27 años, las manos grandes, con cayos y cicatrices. La pala que usa no se parece mucho al micrófono con el que entona canciones, compuestas a raíz de sus vivencias, las de sus compañeros de canto y sus amigos del barrio.
“It was only a kiss”- The Killers tararea Andrés sentado en una silla con dos troncos de madera y una tabla a lo largo que sostiene aproximadamente el peso de cuatro de los 25 hombres aproximadamente que esperan lo mismo que él. A su lado está Uber, la gorra que tiene puesta no disimula su ojo morado. “Me aporreé bajando arena mojada de una volqueta”.
“A priori” es el grupo de Ándres, una banda alternativa, nacida dos años atrás con la idea de realizar un proyecto musical diferente y aprovechando la pasión por la música, la composición y los instrumentos de este palero. La misma pasión que dice tener para sacar o meter arena a una volqueta. “Si no le cantara a la esperanza, no estaría parado aquí”.
Entre las 5am y 8am Don Álvaro espera en la bomba junto con otros tres compañeros la llegada de las volquetas. A las 9:00am camina desde la bomba hacia la islita. Tres minutos se demora aproximadamente en pasar Solla y el puente de la quebrada. En el triángulo se queda hasta las 4:00pm haya o no tenido viajes previos. “Ayer me gané 100mil pesos en un viaje de noche hasta las 2am”.
La bomba se ve primero para los carros que vienen por la Autopista Norte, pero en la isla hay tres entradas: los que vienen desde Barbosa, Girardota y Bello por la Regional. Los de la Autopista y los que vienen de Medellín hacia el Norte del Valle de Aburra.
Don Álvaro saca de uno de los bolsillos del pantalón de dril limpio y sin arrugas 200 pesos, compra un malboro, mueve su pala hacia el poste, enciende y lentamente deja salir el humo de su boca. Desde hace quince años de lunes a viernes en bus de Copacabana llega hasta la Regional. Antes que la estación Madera del Metro existiera y el mural de vacas que recorren la estructura de Solla, fuera pintado, él ha estado ahí a la espera de un volquetero que acepte darle un viaje en cualquier día de trabajo.
“Por viaje son quince mil para cada un casi siempre vamos en pareja y el pago… varia depende de la hora y del viaje”. Aislados en otra silla improvisada cerca de la quebrada que divide la bahía de Solla, hay cuatro negros. Una camisa amarilla de la Selección Colombia. Un pasamontaña de rayas. Una camándula blanca se destacan entre ellos.
Las cuatro palas inamovibles están puestas al lado izquierdo. Ellos miran el horizonte, sus barrios. Agudizan sus sentidos para reconocer cuando viene su fuente de trabajo y Jefferson trata de adaptarse a su primer día como palero. Está en vacaciones de la empresa de construcción donde trabaja y tiene que llevarle comidita a Marcela y a su hija de dos años. “No podía perder esta semana de trabajo”.
En frente otros cinco hombres, en su mayoría delgados esperan la llegada de la volqueta, allí el campo de trabajo se limita a un solo lado. Por el triángulo hay tres lados de llegada, más oportunidades, más actitud, más habilidad. Como si no estuvieran los tres árboles medianos al interior de la pequeña isla el sol penetra los rostros de los hombres, algunos se protegen con las gorras que llevan puestas. Otros descansan recostados sobre sus palas, con sus pies apoyados sobre ella o con sus manos envolviéndola suavemente.
“Esto es una aventura”. El cuñado de Uber, lo trajo hasta acá hace diez años como su padre alguna vez lo trajo a él después de trabajar antes en construcción. Andrés inició su vida como palero hace tres años y Don Álvaro el más antiguo de los tres lleva quince años en el oficio.
Cloch, freno, cambio acelerador. Cloch, freno, cambio y acelerador. Los ojos de los hombres se alarman, las palas están listas, Camilo termina de vender el vaso de leche para Andrés, se lo está regando por las manos, se limpia en su pantalón. Uno de los negros del frente se para, Andrés camina rápido hacia la calle, los dos se paran a la margen del espacio, levantan la mano, la pala debajo del volcó roza con el metal, las llantas en movimiento. Un salto, dos saltos, la llantas en movimiento Andrés está arriba del volcó, ya no se ve. Hoy sólo necesitan a uno.
El negro camina con la cabeza inclinada y arrastrando la pala hacia la llanta que bordea la raíz de uno de los árboles, saca de la mochila futbolera, una coca, la abre y comienza a comer, “esa no fue la mía”.
“Son mil pesos”. Camilo tiene 17 años está reemplazando a su tío que está en Cartagena, a pesar de la pereza y el sueño que le da bajar desde Zamora hasta acá, ya instalo su carreta con las sandias y la leche que vende a los paleros durante las doce horas aproximadamente que pueden permanecer a la expectativa de la llegada de una volqueta que los lleve a trabajar.
“ No hay nada hoy gracias Don Javier, el desespero lo agarra a uno ”. En el árbol de atrás los dos que acaban de llegar del primer viaje del día no hablan, regresan a sus posiciones, un trapo rojo rodea sus cuellos, el sudor recorre sus frentes y sus mejillas, otra vez esperan pero ahora con quince mil pesos en el bolsillo. El volquetero los regresó al lugar donde horas antes los recogió para trabajar, “si uno es de buenas el volquetero lo lleva a todos los viajes del día”.
Cada cuatro meses la pala pierde su vida útil, quince mil pesos, lo que cuesta un viaje cuesta la pala nueva para seguir trabajando y poder bajar escombros y arena mojada, por lo que mejor pagan los volqueteros. “Unos días uno se hace quince mil, 30 mil, 100 mil o simplemente nada, pierde el día”.
El hijo de Don Álvaro, estudia Artes Plásticas en la Nacional, “la otra semana tengo que pagar 90 mil de universidad y hoy no ha salido el primer viaje”. Dos hijos y una esposa tiene que alimentar el elegante palero. De camisa manga larga abotonada hasta el cuello, pantalón caqui arriba de los tennis blancos, un reloj imitación de plata. Mochila cruzada con una enorme coca de comida y la pala en medio de su pecho, son sus herramientas de trabajo.
“Uno se tiene que echar el volquetero al bolsillo, ellos le dan la comidita”, “tiene que tener sus clientes que lo recojan”. Andrés está en la volqueta de Francisco. Pie sobre la pala, hasta el fondo, recoja saque y meta en el volcó, un, dos, tres…lo mismo, repita y repita. Pacho cuenta el fajo de billetes que tiene en el bolsillo del pantalón hasta la rodilla que lleva puesto, saca dos billetes, diez mil y cinco mil. “Lo más emocionante de este trabajo es cuando uno recibe la plata”.
El viaje fue corto, una hora, un solo palero que para llenar una volqueta de seis metros cúbicos, necesita aproximadamente 1300 paladas “las nuevas máquinas en 2 minutos llenan una volqueta entera y la vacían”.
“Si algún accidente, responde uno y si mucho un volquetero que sea formal le ayuda”. Subiéndose a una volqueta en movimiento, sobre cuatro pares de llantas grandes, listas para aplastar. Viajando en el volcó de manera ilegal. Sacando y llenando las volquetas de escombros con materiales desconocidos se pasa la vida activa e insegura de los paleros. Mirar el reloj, hablar con el de al lado, pensar en el futuro, fumarse un cigarrillo y reírse de los chistes de paleros como Andrés es lo único no peligroso que se hace en este oficio.
Don Uber ya hizo el primer viaje del día en compañía de su cuñado, regresa a la bahía con la intención de hacer el segundo y hasta el tercero para el sustento de sus hijos a pesar que no vive con ellos. Andrés consiguió el primero y quizás único viaje, ya había decidido irse temprano para el ensayo y necesita ducharse antes de salir por la noche al encuentro con su banda musical. Don Álvaro piensa en mañana y el resto de la semana para recoger los 90 mil pesos y que a su hijo no le toque ponerse a palear como él y pueda terminar la Universidad.
miércoles, 19 de agosto de 2009
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